En la esquina afilada

En la esquina afilada que abre la plaza

un joven -más por su atuendo que por su edad-

fabrica burbujas enormes con una soga.

La deja caer como una serpiente exhausta

en el caldero enjabonado y sucio a la vez

y al alzarla se gira para cazar aire

con la parsimonia propia del estupefacto.

Los niños se acercan,

los más pequeños se detienen contemplando la fantasía de la ingravidez

sus hermanos mayores corren compitiendo por explotarlas.

La escena se repite semana a semana, año a año,

la mueca intoxicada del titiritero

la mueca embarazada del papá pagando por el secuestro consentido de sus hijos,

la mueca escéptica del que se ha hecho mayor

y somete su capacidad de asombro a la aparente indiferencia.

También las gaviotas siguen ahí

tan presentes como invisibles sobre nuestras cornisas

con sus patas de cera y su hermosa pluma bicolor cerrando sus alas,

a veces sus cadáveres aparecen caídos de la nada.

Los musgos progresan, la cartelería se decolora,

el paisaje se entretiene con nosotros perfilando nuestro paseo

remitiéndonos a lo que nos hemos cansado de olvidar por cercano

aunque persiste, día a día, su muda presencia parece reclamar una voz,

tan absurda y efímera como necesaria, un nombre entre nosotros.

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