Cuento de Navidad

Treinta años.  Año arriba dos abajo debía de ser una cifra que se acercara a la última vez que nos vimos así, cara a cara. Treinta años que transforman a cualquier ser humano, pero que en este caso particular me daban una clara ventaja:  yo en aquellos tiempos todavía era un niño y Lelo era ya un hombre. De ese modo, él había cambiado mucho, sin embargo, yo era otra persona.  Por lo tanto yo sabía quién era él y él me tenía por un completo desconocido que como otros viajeros con tendencia al extravío había llegado a aquella isla.

La primera vez que escuché hablar de la Macaronesia me sonó al típico lugar donde te mandaba tu abuelo cuando pasabas del chiste a la patanada, o en otras palabras, cuando atravesabas la frontera de la guasa y te metías a tocar realmente los cojones. Una voz exótica tipo Pernambuco Cundinamarca o Vladivostok.  Nada que ver, estamos hablando de algo más pedestre y cercano.  Las Canarias, Madeira también pertenecen a este archipiélago diseminado como migas de pan por el Atlántico Norte.  Pues en una miga de esas, concretamente en una isla sin aeropuerto operativo, escasa población y en el extremo norte del grupo de barlovento cabo verdiano, allí estaba Lelo.  Allí lo encontré por azar una tarde a principios del mes de diciembre mientras volvía a mi hostal hechizado por las maravillas naturales de aquel territorio.

Para el viajero más curtido es imposible no replegar los párpados al visitar aquellos parajes, las montañas cayendo al mar entre gargantas y bastiones volcánicos aterradores por sus volúmenes, abismos y aristas. Todo dulcificado por una vegetación tropical que se aproxima de un modo inquietante al concepto que uno tiene de un vergel idealizado, de un maná onírico o de una perenne cornucopia (disculpen la licencia hiperbólica pero el deslumbramiento tiene estos efectos secundarios…acuérdense de la condena de una ceguera en Granada).  Bajo aquel magnífico palio de tonos verdes negros y azules nunca hubiese recordado a aquel napolitano de no ser por su sonrisa.  Aquellos colmillos largos montados sobre los incisivos de una manera particular eran inconfundibles.  Rápidamente recordé su parecido, en realidad no sé si se parecía, pero había algo en sus labios, en su expresión que asociaba de modo directo a aquel personaje atormentado de doce hombres sin piedad que se acaba derrumbando en el final de la película.  Entonces me dije, es él, es aquel tipo que me encontraba en la Capilla de San Severo algunas tardes cuando ambos nos quedábamos admirando el encantamiento que produce la visión de esa gasa pétrea y luminosa, cubriendo el rostro y el cuerpo lacerado de Jesús después de su calvario.  A mí se me debía poner una cara mezcla de inocencia y perplejidad viendo que Lelo, cabeza de uno de los clanes más sangrientos de la Camorra, cada vez que se retiraba de la antigua iglesia me sonreía sin mediar palabra ofreciendo en sus ojos reflejos de compasión y bonhomía. Era principios de los noventa.  Mi padre acabó su trabajo en la construcción del puente nuevo y toda la familia regresó a España.  El año anterior se habían cargado a Falcone.  Unos meses después a Borsellino.  La gente estaba nerviosa, mi familia también, aunque tampoco intentaba explicarnos nada, ni falta que hacía.  La calle te cuenta todo lo que necesitas saber si abres los ojos.  Ya había dejado de ver a Lelo cuando hicimos las maletas, pero siempre he pensado que si regresara algún día, volvería a la capilla a ver aquella escultura y que seguramente aquel hombre también estaría allí, observando con la misma expresión en la cara.

Pero no, no he vuelto.  Me fui a Cádiz a soñar con África y sus misterios, viendo cada mañana la silueta de la mujer muerta entre diferentes vapores, brillos y ocasos.  Viendo todos los barcos que flotaban por aquel dedo de agua, muchos barcos, grandes, extraños, parsimoniosos en su paso.  En un barco también llegué a Santo Antão, una tarde en que nos apuraban para poder llegar a Punta do Sol a tiempo y lograr admirar el atardecer desde el único punto de la isla donde las montañas no ejercen de telón prematuro para el astro rey.  No llegamos a tiempo pero alguien nos recomendó un pequeño restaurante italiano que regentaba un hombre muy simpático.  El local estaba cerrado y tampoco tenía ningún cartel anunciando el horario. En un pueblo pequeño la gente se reúne al terminar la jornada como una gran familia, toman cerveza, charlan, los más jóvenes juegan al baloncesto. Los mayores ven al Benfica por la tv, pasean o simplemente se sientan en un zaguán a observar a los demás en su rutina. En una tarde de esas me presentaron a aquel pequeño napolitano -lo recordaba más grande- al que le costaba transmitir sosiego, aunque lo intentase de vez en cuando mirando al mar y repitiendo la palabra pace, tudo o ano, pace.  Preguntó por mi origen y le contesté atropellado que me había criado en un pueblito de Cádiz.  Me citó cuatro o cinco referencias para demostrar que conocía la zona y me emplazó a visitarlo cualquier día en su restaurante.  Le dije que había pasado por allí pero que estaba cerrado.  Ah sí, no te preocupes.  Tu empuja la puerta y pasa.  Estoy con unas reformillas en el local.  Cuando dijo esto, se giró hacia unas señoras hablando sentadas en un banco en la puerta de su casa y les guiñó el ojo, como si ellas tuvieran que estar al tanto de las chapuzas de Lelo.  Extrañamente aquellas mulatas lustrosas asintieron con una media sonrisa propias del que está seguro de lo que afirma.  Le pregunté de qué parte del país venía.  Contestó rápidamente que del sur, de la punta de la bota de la Italia del sol, mientras volvía su mirada de nuevo al mar y levantaba los brazos al astro dorado. El sol.

Ci vediamo spagnolo, ya sabes dónde estoy.  Un piacere bambino.  Y prepara las piernas para la montaña.  Santo Antão es tan bello como su gente. Quebró su muñeca hacia arriba con un gesto lleno de gracia y señaló las laderas, sacando los labios de una manera exagerada.  Acto seguido giró sobre sus talones y se largó con la misma expresión en el cuerpo con la que había llegado.  Llevaba consigo un aire de urgencia, de tarea pendiente y con ella a cuestas se desplazaba por aquellas calles de adoquines pulidos al borde del mar.

Lelo tenía razón, visitar aquellas paredes te expedía una factura inmediata en la zona de los cuádriceps, así que decidí alargar mi estancia en la isla y así poder espaciar mis excursiones con la calma que marcaban los habitantes locales y sus tareas cotidianas.  Excepción hecha, claro está, la de aquel endemoniado transalpino y su peso ligero.  Se habla siempre de saudade para definir al pueblo caboverdiano, de sentimiento de pérdida, de nostalgia, de origen austero, de dolor callado por la diáspora que ha llevado a más de la mitad de la población a largarse de aquel archipiélago prácticamente yermo en medio del atlántico. Se habla menos de la morabeza, un sentido muy particular de hospitalidad, que practican los habitantes de estas islas con los viajeros y que muestra una generosidad delicada y amable como si llevara en su naturaleza la experiencia del tránsito, el desarraigo, la lonjura y sus incontables fatigas.  Todo se cristalizaba en una sonrisa abierta con la que te pican una papaya, o exprimen la caña de azúcar de su huerto para alegrarte el cuerpo después de zapatear aquellos senderos tan esforzados como panorámicos.

Una tarde al azar, algo cansado quizá de glosar en estéreo las virtudes de la isla y de degustar el enésimo filete de atún local regado con un blanco volcánico de acidez tolerable, me decidí a dar un paseo con intención de terminar encontrando a Lelo en su cubil, a ver si me cambiaba el paso de aquellos atardeceres repetidos en los que iban y venían nuevas hornadas de senderistas de boca abierta y gemelos de pistard y así de paso podría comprobar si aquellos sabores infantiles del partenopeo conservaban su nutritiva frescura.  Pasé por delante.  Como siempre, parecía no haber nadie, pero ese día la puerta no estaba cerrada del todo. Toqué dos veces, sin respuesta.  Intenté afinar el oído a ver si podía identificar aquellos sonidos que salían de allí de forma intermitente.  Metí un pie en la estancia y lo primero que distinguí cuando se me acostumbró la vista a aquella penumbra, fue al napolitano agachado de rodillas en el suelo.  Avanti avanti ragazzo.  Benvenuto a mi humilde casa.  Intentando no tropezar en un suelo irregularmente empedrado, avancé lentamente.  Todo lo que había a mi derecha era un maremágnum de cartón corrugado, cables, trozos de madera, papel de aluminio y otros bultos que no puede distinguir ya que la ventana que iluminaba ese espacio había sido cegada a cal y canto.  Al fondo la luz que entraba venía enmarcada por una puerta que parecía dar a un jardín descuidado al que Lelo me guío con diligencia.  Mira, mira que maravilla, la albahaca fresca para la salsa napolitana, también hay mango y esta, fíjate, es la fruta de la passione.  Dime, dime si esta flor no es una maravilla.  ¿Qué quieres comer?   Habia comido hace un rato, pero era imposible negarse ante aquella sonrisa.  ¿Estas cansado del atún verdad? Del atún y del arroz. Está buono ma, todos los días, hasta la langosta cansa. Tranquilo ragazzo, tú aquí tranquilo. Se metió al vuelo a su caverna, salió soplándole el polvo a una cerveza y me la puso en una mesa de camping  que ocupaba una esquina del jardin con unos bastos tallos de madera alrededor. En otra esquina sobre unos pallets de madera pálida por el sol, había unas colchonetas un tanto magreadas.  Me extendió el brazo para que me acomodara y se volvió a hundir en su agujero  mientras volvían a reanudarse aquellos sonidos extraños e intermitentes. Me repanchingué sobre aquella escueta lámina de espuma y me relajé un rato.  Aquel espacio era realmente agradable.  El sol tamizado por la fronda creaba un universo íntimo lleno de pecas luminosas sobre el suelo y la hojarasca.  Apareció un gato y al momento otro para acomodarse elegantemente y acto seguido afanarse con tesón en la vida contemplativa.  Después de un tiempo indefinido (suele pasar cuando no estás pendiente de él) apareció el transalpino con un plato de espagueti al dente coronado por un gran pegote reluciente de salsa de tomate.  Y ahora el toque final, se inclinó detrás de mí y cogió tres hojas de basilico posándolas con mimo en la cima del plato.  Y voilá, bon appétit.  Ciertamente era una pasta del sur del Italia en un rincón de la Macaronesia, delicioso. Solo se quedó un segundo escrutando mi gesto, no le hizo falta más, dio media vuelta y se volvió a entregar a su extraña labor.  No volví a ver a Lelo hasta el día que dejé la isla.

Me alejé de la costa norte y sus barrancos de vértigo.  Todos hablaban de la Cova de Paul y si tanto hablaban, habría que verla.  Comencé a subir y subir y subí tanto, que allá arriba el jardín tropical de las laderas se transformó en una masa de coníferas propia de otras latitudes. La Cova resultó ser un cráter de forma irregular alfombrado por pequeños cultivos artesanales.  Un campesino me dice que aquello no suele estar así, tan agostado, que normalmente suele lucir muy verde y que algo estaba ocurriendo con el agua en la isla.  Según él, llevaba cuatro años sin llover y la humedad de las nubes no era suficiente para que las plantas fueran arriba ni para mantener el frescor en el suelo.  Invocó a Dios un par de veces y me dijo que desde una de las esquinas de la caldera se podía ver el mar abajísimo.  Yo ya había visto mucho el océano, recorrí algunos pueblitos que también parecían acusar la larga sequía. Se escuchaba la morna y su deje nostálgico en la garganta de Cesárea.  Se ha marchado tanta gente a buscar otra vida por el mundo que hay más caboverdianos fuera de las islas que en su país.  Quizá haya algo maldito en este archipiélago pintado en el mar como la ficción imposible de un cartógrafo. Todo parece de paso, las nubes, los barcos, las aves, los viajeros…  solo permanece el viento y en ese suspiro constante, está es la raíz de esta música tan singular, mitad lamento mitad plegaria. Belleza en toda su expresión.

En el descenso hacia el sur pude ver otras islas a lo lejos como navíos dudosos que se fueran alejando lentamente.  Seguí bajando, pasando aldeas, gente amistosa, mucho cielo.  Me dediqué a beber del sol, a caminar, a no pensar, a pescar como un humilde aprendiz en aquella costa árida, profunda y salvaje.  Extrañé un libro más para aquellas tardes de reposo en las que el horizonte se iba volviendo excesivamente familiar.  En algún momento tendría que regresar a Ribeira, a Mindelo, a coger un avión… a mi casa.  Pero no todavía.  Deseaba regodearme un rato más, un día más, en aquel sentimiento de saudade anticipada que te regalaba aquella tierra y su paisaje.  Llegué al oeste por una carretera heroica que hablaba de trabajo artesanal en la elaboración y colocación del adoquín siguiendo la cuchilla de las montañas. Una labor impagable y seguramente impagada.  Lo primero que vi al llegar a aquel pueblito al filo de una playa de color asfalto, lisa como una caricia, fue un bajo comercial pintado de azul en el cual se podía leer encima de la puerta “Loja Liu” . Acojonante, a duras penas había llegado la cocacola a aquel confín y de repente un tío de Heng Gang con cara de no haber dormido en el último lustro se planta allí en un rincón semidespoblado de una isla en medio del Atlántico a vender cachivaches de todo tipo, tamaño y colorido.  Lo dicho, alucinante. ¿Estrategia mercantil, colonial, cultural? No lo sé, pero no deja de ser una curiosidad más de nuestros tiempos: el poder cerciorarse de la universalidad de esta infinita oferta de plásticos, cables y textiles a precio de huevo.  Un severo filete de atún me sacó de estas disquisiciones conspirativas y le recordó a mi cuerpo que llevaba muchos kilómetros acumulados buscando ángulos y panorámicas para dejar algunas instantáneas donde volver a saborear aquellos días de extravío voluntario. Pensé que también me merecía algún día haciendo la iguana en alguna roca de tacto amable.  Así que compré un pareo con la bonita bandera del país y me busqué un sol y sombra donde pasar relajado las horas de calor. Y tanto, dormí plácidamente saltándome la hora de comer.  El mar estaba fantástico, la luz restallaba en su superficie de serpiente vestida de espejos.  Entre baño y baño fui viendo caer la tarde mientras me invadían cavilaciones acerca del futuro más cercano -comenzaba otro año- y los retos que este me imponían.  Cuando comenzaron a esbozarse ciertas dudas sobre mis cejas decidí que era el momento de distraer los ojos moviendo los pies o viceversa.  Lo primero que me encontré fue una señora de grandes proporciones gritándole a un tipo alto y desgarbado. Maldecía, gesticulaba mientras le buscaba la mirada y volvía a la carga a los pocos segundos para recriminarle, según entendía así a vuela pluma, el haberse bebido el dinero para los pañales de su hijo, y no era la primera vez.  Unos metros más abajo había un banco alargado con tres abuelos de aspecto saludable entretenidos con el espectáculo. Me senté a su lado con intención de sacudirme la arena y calzarme.  No tardaron en preguntar por mi origen y citar a dos o tres jugadores famosos (famosos hace treinta años) para ver mi reacción cuando repetían su nombre o su apodo.  Finalmente percibiendo mi poco entusiasmo balompédico terminamos volviendo a hablar de la falta de lluvia.  Ya no se trataba de que la escasez de suministro por los servicios básicos o de las dificultades que esta situación provocaba en el campo, había en ellos algo más profundo, una melancolía del agua en la que parecía estar la causa de todos los males en las islas, probablemente también la emigración de muchos de sus descendientes y todo lo que ello implica para los corazones menguantes. Miraban a la cumbre sabiendo que las nubes no estacionarían aquí una vez más.  En sus ojos el fatalismo de lo que parece inexorable mientras se recuerdan otros tiempos, arroyos, cascadas, aguaceros cantarines: adeus a chuva.  Otra arteria más para regar en el pecho una dosis más de saudade.

Salí hacia el hotel con el cuerpo ensalitrado y la mente en pausa.  Paré en un puesto de helados y mientras buscaba acertar con las monedas adecuadas, mi cuello no tuvo más remedio que girar unos noventa grados para ver pasar una negra plena de fuerza y juventud.  Algo en el estómago me confirmó de manera violenta que yo era un mamífero sano sometido a sus instintos.  Aquellos conos abiertos, bamboleándose en sus costillas, su cadera recauchutada, aquella forma de caminar descalza.  Todo era un imán al que hubiera perseguido como un perro hasta que el ocaso nos privara de luz, pero mi catre no estaba en aquella dirección, así que rebañé mi deseo con piripiri, grogue vello y fantasía.

Tocaba regresar, desandar el camino, acercarme al punto de partida y eso en la isla solo tiene un destino, el puerto que nos confronta con la isla de San Vicente, Mindelo es una orla blanquecina en su coqueta bahía.  El empedrado culebrero aun me reservaba una sorpresa más. La ventanilla se me quedó corta y antes de reventar la espalda intentando hacer fotos mínimamente dignas le dije al chofer que parara antes de perder aquella perspectiva en la que se podía admirar un arco imponente de montañas, cómo una gran concha abierta que atesorase una perla en forma de aldea colorida colgada de sus paredes.  Una postal para dar escala a esos muros de perfil agudo y acróbatas pendientes.  Uno se quedaría la tarde buscando ángulos y senderos pero hay que seguir, darle la espalda a la belleza para seguir encarando el camino y sus hallazgos.  No sé dónde mierda nos viene esa hambre de horizonte, seguir, seguir, seguir.  Ya tenía billete de ferry, de mañana en el primer turno, así que me quedaban unas horas en esta tierra y sus encantamientos.  La bruma marina arruinó el ideal del atardecer perfecto, así que me fui a despedir de Lelo a su cubil, no sé por qué razón lo dejé para el final, pero sentí que había algo de cierre en aquella visita. Asumo que la razón era lo que había despertado en mi después de treinta años de no pensar en aquellos días napolitanos y la primera partida que fue el comienzo de una diáspora personal que me temo que será tan finita como ineludible.  Llegué a la zona del restaurante al anochecer.  Dos personas esperaban en la puerta que permanecía entornada.  Al acercarme ambos me miraron con expresión amable, sus cuerpos semejaban darme paso hasta el local como si tuviesen la intención de seguir esperando allí fuera con toda la paciencia, incluso con un placer indisimulado. Empujé la puerta despacio, no se oía nada, tampoco había apenas luz.  Cuando los ojos se me acostumbraron a aquella penumbra me vi en medio de cincuenta o sesenta niños de pie, arracimados, todos mirando hacia el mismo lugar, la mitad del restaurante se había transformado en un belén prodigioso, aquel cabecilla de la camorra había llevado la tradición del presepio napolitano a aquel rincón del África insular.  Más tarde me enteré que esto ya era una tradición y venían grupos de escolares de otras islas incluso, había cegado una ventana y aprovechando ese espacio pintó las paredes a modo de paisaje para alargar la mirada y darle profundidad a la escena que estaba compuesta por una aldea de pastores donde se podía observar gente practicando sus oficios, juegos de agua, reflejos del fuego, docenas de animales…  todo integrado en un juego de luces y sombras fascinante.  No hacía falta más luz, aquellos ojos infantiles alumbraban todo con su inocencia, su ilusión, su imaginación colmada por arte de magia. Lelo perchado en una banqueta al otro lado del salón era el único que no observaba el espectáculo teatral.  Su mirada estaba en los niños, en aquellas pupilas, velas fervientes en la oscuridad, como el reflejo nacarado que habíamos compartido treinta años atrás, ante el Cristo velado en Nápoles.  Me guiño el ojo girándose hacia el pesebre.  Obviamente desistí en mi intento de despedirme de él, solo esperé que volviese a girarse   para hacerle un gesto.  Pasó un rato repasando su trabajo.  Y señaló algo a uno de los chicos más pequeños que estaba delante, como estatuas.  Volvió a su asiento y entonces me devolvió la mirada, mostrando aquellos dientes inconfundibles.  Sentí un escalofrío repentino, no podría asegurarlo, pero creo que en ese momento Lelo me reconoció, y no pude evitar recordar quién había sido aquel hombre, que de algún modo había vuelto a encontrar su lugar en el mundo.

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