La Herida

 

Me gustaría poder reproducir con fidelidad a los hechos cómo me la hice, ¿Qué penetró en mi pierna para marcarla de esa manera? ¿A quién acudí? ¿Dónde ocurrió? ¿Brillaba el sol ese día?

Pero es de esos recuerdos que se difuminan sin motivo aparente como si un manto de escenas superpuestas fuese confundiendo la certeza de una imagen. Lo que puedo asegurar es que mi vida adulta lleva aparejada la idea de su presencia constante, en apariencia definitiva. Los médicos hablan de mala circulación, sitio especialmente difícil, pliegue muscular complejo… al final lo único cierto es que estoy harto de echarle potingues para que mi herida se convierta en cicatriz.

Está en la parte posterior del muslo izquierdo, por lo tanto mis manos la conocen mejor que mis ojos y son ellas las que trasladan a mi conciencia su trayectoria, aspecto y profundidad. Esto también lo dicen de los toreros aunque en mi caso no hay esos tintes épicos ni públicos, más bien es un tema de padecimiento íntimo.

Mi herida supura, se seca, escuece y se irrita, late, se cierra y se vuelve a abrir sin motivo aparente. Me han dicho que no la tape, que es malo para la piel circundante, que tiene que respirar pero el roce de los vaqueros es una tortura, no es la primera vez que se infecta, más que nada porque necesito que los pantalones estén siempre recién lavados y ya se sabe, aunque suene a excusa, que las urgencias cotidianas a veces nos ganan. Entonces tengo que vendarla para no contactar con excrecencias secas y hacer un limo tibio del todo antihigiénico. Suena escatológico, lo sé, pero la era digital no nos exime de ciertas miserias orgánicas.

Porque todo el mundo se ha hecho una herida, lo que no sé si es habitual es que no termine de cerrarse y pueda pasar al catálogo olvidado de las suturas. Por eso no hablo de ello, porque el prójimo se compadece y soy yo el que padece. Quizá debería hacerlo y encontrar naturalidad en el otro, escuchar que a él también le ha pasado, que hay que ser fuerte, paciente…

La verdad, no sé porque hoy me acuerdo de ella, lleva unas semanas sin molestar demasiado, latente, pero sin olores ni picor. Suele ocurrir, por temporadas, se olvida de mí y no me atormenta, como si fuese un premio a la virtud del día a día, y me confundo entre la gente como una persona normal y qué ridículo y lejano parece mi sufrimiento. Entonces me acaricio la pierna de un modo casi religioso, dándole la extrema unción a esa hendidura de pelo, sangre y tejido enfermo que vive a mi costa sin escrúpulo alguno, porque yo sé que al alimentarme la alimento y a veces me pregunto qué es lo que más le gusta para no volver a ingerirlo. Burdas paranoias, no he constatado reacción alguna con la alternancia en la dieta, más bien sus reacciones obedecen a otro tipo de variables que tienen que ver más con mis hábitos, porque si me rasco hasta sangrar o juego con las costras recién aglomeradas es por otras motivaciones que no son las frutas ni las carnes rojas, es ansiedad, mil dudas, mi mentira puesta en pie.

En mis sueños me la acaricia una ninfa, la lame una mariposa, virgen desde su crisálida, su lengua transparente, sanadora…, en mis pesadillas se abre sin remedio, crece como un virus, brotan de ella invertebrados informes. Siempre está ahí y no la recuerdo porque me moleste – aunque la insistencia suene a embustera –, quizá lo hago porque hoy estás tú cauterizando su latido, liberando su tutela, creando momentos en los que nunca existió ninguna materia que me hubiese rozado para darme su veneno y condenarme a su cuidado.

Porque siempre vuelve a advertirme que nunca se ha ido, que esos instantes de evasión se evaporan con el calor de una hoguera en soledad y volvemos a encontrarnos cara a cara sin testigos posibles, como un secreto que no admite confidentes. Más que nada porque aún sigo buscando su clave, la raíz ácida que me consume la carne en silencio con el bochorno viscoso del estío, con el adusto cuchillo de febrero, con cada semana descontada al calendario de los que siempre se amparan en la esperanza.

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