Un mundo extraño

Caminos en la llanura. Tierra roja. Polvo rojo. Polvo. El setplas avanza con las suspensiones magreadas desde hace unos lustros, la visión de un Peugeot 505 familiar me devolvía a las imágenes infantiles de la generación del baby boom español. En esta estación de buses sin embargo, todavía se cuentan por centenas. Me mandaron patrás, a la última fila, donde el interior del coche se estrecha por el pase de ruedas, encajado entre una señora redonda ataviada con su vestido estampado – ¿por qué todos estos tonos remiten indudablemente a África? – y su tocado a juego, y un tipo largo de manos enormes agarrado a un móvil viejo que parecía una caja de cerillas entre sus dedos. Nadie dice nada. Sudamos solidariamente mientras el coche va dejando atrás pequeños poblados destartalados repletos de niños y ojos en la sombra. El mundo es tan amplio como diverso. Los baobabs desfilan con sus ramas atrofiadas, el tronco es su carácter. Nos detenemos a comer un arroz sucio con un trozo de pescado y una cagarruta de tamarindo que te entra hasta la frente con su picor dulce. Delicioso. A sudar otra vez.

Arranqué el viaje hace seis semanas y el Sahel no me ha tratado mal del todo. Estos días bajando hacia tierras más verdes, el mar aparece cada vez más como un horizonte, como el fin, seguramente como un deseo. Así que más tarde o más temprano acabaré con el Atlántico besándome los pies, purificando mi piel del polvo rojo, tan fino, tan insistente, tan rojo…

Llevo varias jornadas dándole vueltas a lo mismo, la soledad fomenta el pensamiento circular. Al aterrizar me escapé volando de la capital, quizá demasiado rápido. No comprobé si había metido o no la segunda tarjeta de crédito, las prisas de última hora. Bonita excusa para los desorganizados. Sólo quería llevar una y creo que la otra la había dejado metida en el pasaporte cuando me registré en el hotel. Al recogerlo ya no estaba seguro de haberla guardado allí. La mirada del tipo de recepción tampoco despejaba mis dudas. Las cervezas, el jolgorio posterior y las distracciones del viajero se ocuparon de aplazar esa inquietud. Ahora parece que la lejanía a una posible conexión a internet para aquietar los miedos de occidente me trae la imagen del recepcionista, su media sonrisa, sus respuestas telegráficas, su aparición al tomar el taxi para largarme, el cuchillo imaginario en mi estómago al ver el saldo esquilmado. Quizá sea la vigilia y el traqueteo que me están volviendo paranoico. Nadie dice nada. Las rectas no ofrecen mucho entretenimiento. Es la decimocuarta vez que me cambio de postura para no despertar una ciática de la que ya no me acordaba y poder salir del coche con un mínimo de dignidad sin tener que mirar al suelo como un sherpa sin carga en la frente. La gorda de mi izquierda y el flaco de mi derecha no se mueven y son bastante tolerantes con el magreo de mis huesos. Adelante comentan algo. Van apareciendo casas a los lados cada vez más frecuentemente, quizá vayamos a parar. Falsa alarma. Otro tramo de espino, nube equidistante y tierra. Otros seis intentos de estirar las piernas. De vez en cuando surge algún ave entre los matorrales, bizarra, colorida, de pico inverosímil, no parece asustarse a nuestro paso. Aquí nadie mea o qué coño pasa. Claro, caigo en la cuenta que tampoco beben.

Al borde del camino, a la sombra, esperan grupos de mujeres rodeadas de grandes bultos y niños colgados de sus caderas. Probablemente vivan por allí, aunque no se ven sus casas, sólo algún buey blanquecino de silueta rocinantesca y ojo exaltado. Nos detenemos. Sólo a poner gasolina. Nadie se queda, así que no me preocupo demasiado por mi mochila, enterrada en la baca bajo una docena de paquetes informes. Por fin, las piernas vuelven de nuevo a pertenecerme. Calor, el aire se mastica. Muerdo con gusto una bolsita de agua. A mitad de la segunda el cuerpo comienza a saciarse. Basura. Perros manchados de aceite y gasolina husmean sus dominios. Piltrafas de plástico devoradas por el sol adornan los arbustos por doquier. Busco una sombra. Una mujer avienta las moscas de su mercancía dispuesta a modo de pirámide artesana. Me acurruco en una esquina, inmóvil, hay que ahorrar energía. Niños de ojos abiertos se acercan a pedir cualquier cosa, miran mi barba, les divierte el color de mi pelo. Una mano me ofrece un vaso minúsculo humeante y oscuro. Bebo despacio, está dulce y concentrado. Me cae bien. Cuatro hombres miran como uno aviva las brasas bajo la tetera. El más grande de ellos se parece mucho al recepcionista de la tarjeta, demasiado. Es el único que me mira, no puede ser. El color del  dashiki es idéntico. Eso es lo que me confunde. Este sol sobre el cráneo es probable que también influya. Mejor es que te quites eso de la cabeza. El mar, sí, eso es lo que necesitas, el mar. El mar y la sombra de un almendro para ver el mar. Quizá una semana de placido sueño, quizá unas manos femeninas que descifren mi cuerpo cansado, quizá un nuevo amigo de verbo exótico, quizá la próxima parada esté más cerca. Ojalá sea la última. Por qué esperamos tanto. Se queda el copiloto y ahora están esperando que alguien ocupe su puesto. Me sugieren que pague yo su puesto y me cambie adelante, eso me pasa por toubab. Decido esperar en la nada. Al final pago. Necesito llegar de día. El ciber. La cuenta. La ilusión de seguridad. El miedo y su temor a quedarse sin excusas.

El conductor pone una música en la que un hombre con una hermosa voz recita versos del Corán sobre una kora. Es un fraseo cadencioso, inacabable. Me estiro, ahora sí. Puedo ver el asfalto por una grieta en el espacio donde se pierden mis piernas bajo la guantera. Es refrescante, los pies lo agradecen. Mis pantalones están cogiendo un tono indecente para ingresar en zona turística. Esta noche haré colada en el hotel. Leo un rato. Blitz. Es bueno. Decido administrarlo, siempre hay que tener algo para leer. El paisaje vacío puede llegar a atacarte más adelante, y el sol, y el cansancio, y el diseño inconfundible del dashiki. Y esa escena humillante con mi jefe recordándome mis despistes. Nadie dice nada. Todo podría acudir a mi mente sin ser invitado para quedarse. Una y otra vez. Blitz. Es realmente entretenido, como la historia de los griots. Alguien debería contarlo, aunque en el fondo no llegáramos a comprender nunca lo esencial de esta cultura, quizá ya no exista.

El chofer desborda su asiento, lleva un pequeño gorro árabe y una túnica de color claro. Le ofrezco agua. La rechaza con cortesía. Es un hombre elegante por naturaleza. No necesita un traje para destacar. La cabeza grande, los ojos rasgados bajo una frente y unos párpados convexos. Los hombros, la barriga, las manos, una presencia contundente. Su poder no sólo emana del físico. El gesto, la calma, el ritmo. Me tomaría una foto con él. Solamente para apreciar el contraste. En casa me preguntarían si es un jefe tribal que me ha secuestrado en algún adrar. Les divierte todo lo exótico. Siempre desde lejos. A la derecha de la vía aparece una lámina de agua, larga, sin límites visibles, poco profunda. Solo unos troncos descuellan, parecen mangles surgiendo, o hundiéndose, no sé, como pidiendo auxilio. Seguro que es agua salada. Algunos ibis los aprovechan para descansar, seguro que es agua salada. La luz multiplica su intensidad hasta hacer daño, da la impresión de que podrías derretirte ahí fuera en cuestión de minutos. La foto es  sencilla, abierta, esquemática, de otro mundo.

A unos doscientos metros del capot tembloroso que nos precede unos bidones carbonizados colocados en fila nos obligan a aminorar la marcha hasta detenernos. Tres hombres uniformados observan desde una marquesina hecha de lata. Dos de ellos ocultan su adolescencia tras una boina negra, unas gafas de sol y un AK-47. El chófer sale del coche con una sonrisa. Le da la mano al tercero, hablan un rato sin soltarse. el soldado también es grande, parecen hermanos, casi gemelos. Se acerca al coche y observa a los pasajeros con indiferencia e instintivamente intento situar mi pasaporte dentro de la mochila. El asfalto también está carbonizado con objetos anónimos derretidos como serpientes, más negras aun que la propia carretera. Adelante, ya no falta mucho supongo. Me alivia pensar en llegar, tirar la bolsa, sortear el calor y los mosquitos, lograr dormir… dormir de verdad, sumergido durante horas en un ungüento sin conciencia.

Toubab toubab toubab, debí quedarme medio frito, los niños arremolinados frente al cristal enseñaban su mercancía en diminutas bolsas de plástico. Algunos, los más pequeños, enseñaban sólo sus manos. Todos empujaban. De vez en cuando volaba un manotazo a destiempo sobre los débiles. Un segundo de aceptación y otra vez al pogo. Al juego de vivir la vida en una hora y la eternidad en un día. Por fin estaba en  mi destino que no era otro que un cruce de caminos caótico donde retomar la ruta al día siguiente. Cogí la mochila y seguí a la gente por aquella explanada de tierra repleta de ruedas, perros desocupados, chatarra, garrafas de plástico, vehículos de dudosa utilidad, mujeres relajadas detrás de su pequeña colina de cebollas, carros de mano oxidados, taxistas inquietos, algún tullido cubierto por harapos hediondos tirado en el suelo. África en una plaza: fermento, barro. violencia y ternura. Toubab toubab. Un ciber. Me olvidaba. Estás enfermo, cómo coño va a haber un ciber en este pueblo. Lo que tenga que ser, que sea. O ya fue, o nunca será. O que le den por el culo al miedo. Me cruzo una joven con una cesta en la cabeza repleta de una especie de bellotas verduzcas, lleva dos en la mano. Licha licha. Mis ojos se fijan en ella. Es negra como el pau preto, su piel brilla, tiene las orejas diminutas, los hombros muy derechos, los brazos larguísimos. Licha licha. Me da uno de los frutos, no sé muy bien qué hacer con él. La chica deposita su cesta y abre uno con rapidez. El interior es de un blanco lechoso algo traslucido. Cuando lo meto en la boca es de un dulzor fresco, intenso. Delicioso. Escupo una pepita ovalada, pulida. La chica muestra sus dientes perfectos, su sonrisa estremece, todo su cuerpo semeja sonreír. Le pido medio kilo, redondeamos amigablemente. Sube su cesta, yo mi mochila, nos miramos por última vez. Licha digo, sacando uno de la bolsa. Licha, repite ella por última vez. El día sin duda está pagado. El viaje se nutre del encuentro, pero no te acomodes romanticón, seguramente esa turba de adolescentes intentará averiguar – por derribo – si eres del Barsa o del Madrid. El cielo se encendió súbitamente recortando las palmeras y las cornisas desdentadas. El sol se debía estar ocultando en alguna parte sobre el océano. Una mujer con su escobilla de mano adecenta los exteriores de su esterilla con una flexibilidad inusitada. Alguien reza a lo lejos. La noche parece un oasis de frescor cayendo sobre mi rostro requemado. Hasta la brisa llega con dulzor. La mujer se yergue con la espalda tan recta y esbelta como si no se pasara medio día doblando el lomo. Un pareo falda así, hay que defenderlo de ese modo, sobre unos pies descalzos. Probablemente la juventud colabora, seguramente el esqueleto distinguido también. La animación de la calle me indica que no soy el único que agradece que este sol inmisericorde se haya largado por un rato. La mochila comienza a pesar, voy a buscar una esquina para sacar mi guía. Estos nombres son tan raros que no se me queda ninguno. Un golpe de refresco azucarado me reconfortara sin duda. La verdad es que a estos billetes no les queda una semana. Eso dije hace tres. Si, Fátima House. Fátima y era raro, tienes una memoria de grillo. Ahí está en tus narices, casi te muerde. Frente a la puerta una batería de parrilleras y sus pequeños hogares de carbón perfuman la calle de grasa en suspensión. Si miras mucho, quizá te persigan con una brocheta de algo sin contorno definido. Un joven danza despreocupadamente sobre una carretilla. Sobre el suelo los hatos de leña que vende el chaval se distribuyen por el calibre con una regularidad asombrosa. Me registro en el hotel. Las paredes guardan en su textura la memoria de incontables lunas y manos sucias. La noche lo dignifica todo sin intención aparente. Siento que tengo ganas de hablar, hablar de cualquier cosa sin peso aparente. Demasiadas horas tamizando la conciencia y su discurso. Este tipo es de pocas palabras. La habitación  un horno de color rojo gastado. Me tiro en la cama. El suelo está más fresco. Estiro las piernas extendiendo los talones. Mañana habrá que moverse temprano. Con esta luz se me escapan los párrafos de la guía. El frontal estará por ahí. A saber… Encogido con los ojos cerrados me imagino en el fondo de una caja oscura, de una  hondura infinita como si estuviera en el interior de una cámara de fotos antigua y alguien familiar se colgara bajo la cortinilla para verme revolverme así, pensando en mi casa, en mi rincón, lejos. Pensando en el regreso, en lo que queda entremedias, pensando que seguramente por la misma razón,  cuando estaba allí, lejos, en mi casa, pensaba en salir, en estar aquí, en el corazón del no lugar, en el próximo escalón de un viaje al lugar de la extrañeza.

Comentarios (7)

  1. Isabel dice:

    Muchísimas gracias por enseñarno tus huellas…por hacerme pensar un ratito.

    1. La Huella dice:

      Gracias a ti por leer Isabel. Sabes que seguimos descorchando la palabra para esta mesa común. Bienvenida a La Huella!

  2. Carlos Herva Pintor dice:

    Gracias por permitirnos viajar a través de tu pluma. Y de tus ojos.
    Por un momento pensé que iba yo en el autobús.
    Parabéns por el relato.

    1. La Huella dice:

      Nos encanta tener compañeros de viaje!!!!!
      Gracias a ti Carlos por acompañarnos en La Huella y su exploración.

  3. Ramón Sánchez de Ibargüen dice:

    Son las 02:43 AM , ahora y solo ahora puedo cerrar el día y fundirme en un profundo sueño.

  4. Ramón dice:

    El encuentro fugaz , el descanso , la pasión aunque sea solo un momento …..
    Debo seguir viajando

  5. La Huella dice:

    El viaje como morada… Mil gracias y un abrazo Ramón!

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