Deslumbrado por Catania, había olvidado Palermo.  Tuve que arrancarme de los ojos todo aquel barroco apabullante. Toda esa paseggiata masiva, todo ese mármol, toda esa lava domesticada que le levanta la barbilla al volcán diciéndole claramente, aquí seguiremos.

Había olvidado la capital de esta maravillosa isla isósceles. Llave y urna del Mediterráneo.  Su impresión vino de regreso, se fue abriendo paso sin remedio y ya no era una imagen, un sonido, un aroma, sino la candorosa sensación de que un hallazgo singular nos abraza.  Sus piedras desdentadas reposan bajo el sol sin más pretensión que hablar de sí mismas, de esplendores y dinastías, de migraciones y poder, de bastión y fasto, todo armonizado por los siglos, por el tono de oro viejo que viste sus sillares, por ese aire magrebí con el que se espigan sus palmas.

Ahora se da cuenta del poderío vasto de sus muros y se mira coqueta en el espejo de sus patios y su naturaleza secuestrada, de un modo tan italiano que ha logrado que el descuido se convierta en arte.

Los mercados continúan en sus calles con su bullicio africano palpitando cada mañana, sacándole brillo al verbo y abrumando el paladar de mestizaje, cítricos y tintos de voz clara.  Que sencillo es caer en manos de esa brisa siguiendo pasos perdidos que van confluyendo con los nuestros y al sentarte encontrar el rastro de otros pasos que escribieron –quizá ayer, quizá hace diez mil lunas– en estas mismas calles.

Alejarse del zócalo de los Normandos y su algarabía y penetrar sin prisa en la fronda silvestre del refugio de los Eremitas hasta su silencio recogido, su templo. El cielo firme de sus cúpulas desnudas, sobre un Corán invisible que guía nuestros pasos a la piedra, a la sombra, al color de sus naranjos, a una serenidad antigua que sigue viva a lo largo del tiempo para el que quiera escuchar…

Y volver a Palermo, aunque en el fondo no pueda olvidar Catania.