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Caminos
Salimos, salimos. ¿Qué? ¿Pa joder la línea?
Salimos, salimos. ¿Qué? ¿Pa joder la línea? ¿Te estás quedando? Ahí, ahí, atento. Mira a la izquierda siempre. Quedan veinte y esto no pinta nada bien.
Al central le molestaba el tobillo. Latigazos por encima del empeine. Eso no era nuevo. Quizá la novedad era que doliera así en caliente. Para mejor no va, eso está claro. Gritos desde la grada. Menéate cabrón que para eso te pago. En estos estadios pequeños se escucha todo. Menos la fatiga. Desde arriba todo se ve fácil, bonito, piensan que somos bicis eléctricas. Insultar sale gratis, como si les debieras algo. Se escucha todo. Afuera nunca te dirían eso, se cagan. Lo que no se oye son las hostias en las costillas, el rodillazo en el muslo, el chasquido en el tobillo, el cabezazo.
Adrián era el central zurdo del equipo. Su tercera temporada en la ciudad no estaba siendo cómoda. El primer año pasó rápido, la adaptación, los compañeros, la nueva rutina. Pero aquella ciudad de provincias no ofrecía demasiadas distracciones después de haber salido de la capital. Al llegar a casa me revisaré el tobillo. Tengo que preguntarle al fisio. La molestia ya es dolor. Poco, pero localizado. Con mis veintinueve años no puedo pasarlo por alto. Ya sé como vienen estas cosas. Más de uno empezó así y acabó cojo, retirado prematuramente. Tranquilo ahora. Hasta el martes no volvemos a entrenar. Así que mucho sofá y a relajarse. El Lugo era su sexto equipo y lo cierto era que su carrera profesional iba cuesta abajo, lo cual no justificaba que hubiera motivos para quejarse. Todo el mundo dice que somos unos privilegiados, pero también todo el mundo quiere crecer y tiene unas expectativas que dependen del momento de cada cual y sus circunstancias. Cada uno vive lo que le toca y en mi caso, esto hay que exprimirlo mientras dure. Además en el futbol es muy fácil soñar. Esto no deja de ser el juego en el que los niños depositan sus fantasmas y todos en su almohada marcan el gol de sus vidas en la final de la copa del mundo. Adrián ya no estaba para soñar. Una década de trotamundos del balompié le había comido la ilusión. Suplencias, broncas, lesiones, viajes, casas vacías, agentes ventajitas, envidias, malas inversiones. A él nadie le había protegido. Huérfano de padre desde los doce. El deporte fue su única vida. Al menos no estaba como sus amigos del bar, intoxicados o esclavos de alguna multinacional. Aunque pronto se dio cuenta de que él no había nacido para artista del balón, (los de las filigranas eran otros) él era un currante del futbol, así que había que machacarse, ponerse fuerte, muy fuerte, más que la media. Bueno, él incluso un poquito más, porque los centrales suelen ser feos o de planta vikinga. Y él, guapete de cuna, no podía evitar que con esa presencia los delanteros quisieran acercarse sin miedo, al menos a primera vista y dejar algún destello de sus virtudes.
Con el paso del tiempo se va aprendiendo que los defensas son en su inmensa mayoría invisibles. Los que aparecen son los que hacen el gol (de los dos que hizo en propia puerta el año pasado prefiere no acordarse). O algún centrocampista con estilo que sobresale por algún rasgo de su personalidad, de su movimiento, de su peinado o quizá por alguna bronca sonada. Y con la fama normalmente llega el dinero. El dinero viene y va. Una tarde te casas sin pensar que la semana siguiente al separarse se llevan la mitad de tu dinero. Otro día compras un piso y te sale una porquería. Eres joven y no las piensas. No las piensas hasta que a la tercera empiezas a pensar. Si el equipo no viajaba, Adrián se guardaba en casa cada tarde, pedía comida a domicilio, compraba por internet, hurgaba en facebook, chateaba un poco. Algunas tardes se ponía con la consola con los compis de equipo. O aburrido de todo, se ponía a hacer pesas y una vez dilatado, se sacaba fotos de chulazo para su perfil de instagram. En otras ocasiones, pocas (lo intentaba controlar) se ponía a fisgar en portales de scorts de lujo y casi siempre acababa devorando el cebo de la lujuria, hasta que después de desfogar y dejarse un pastón le invadía una sensación de vacío difícil de aplacar. O un sueño intratable para que su conciencia depusiese sus armas.
Ya no veía futbol casi nunca, hasta que poco a poco las apuestas se convirtieron en un pasatiempo, rutinario en el fondo, pero efectivo en su propósito, que pasara rápido el tiempo. Los jugadores profesionales en las últimas décadas habían pasado a ser viajeros, trotamundos del balón, niños ricos sin demasiadas inquietudes o formación. A menudo se les tildaba de mercenarios cuando no parecían correr lo suficiente. Todo sea por el espectáculo, o más bien por el dinero que genera este gigantesco negocio.
Adrián era una pieza más de ese enorme mecanismo, una pieza minúscula sí, pero dispuesta a jugar sus cartas lo mejor que pudiera. Aparte de su tobillo maltrecho, el nervio ciático manifestaba sus protestas con cierta frecuencia. Es lo esperado después de golpear la pelota con violencia un millón de veces a lo largo de dos décadas haciendo lo mismo día tras día. Y lo que fue por gusto se hizo rutina y al final ya se sabe que las obligaciones es complicado que sigan generando ilusión, más bien desidia.
Hace dos años sonamos para la promoción de ascenso y se podía respirar cierto tufillo a amistad, a camaradería en el vestuario, a solidaridad en el campo. La gente te lo transmitía en la calle y al menos llegabas a casa con la energía de sus sonrisas, de su dedo arriba, de los niños señalándote en el super. Los dos últimos años en cambio, ni parriba ni pabajo. Hay que cumplir sin descuidarse, pero tampoco nos vamos a dejar el alma y las piernas por los de zona noble, sus chanchullos, sus trajes y sus paseos por el vestuario con aires de dueño del cortijo.
El central ya no encontraba demasiada motivación en lo profesional. Y en lo personal, qué le quedaba, videojuegos, series, algo de cháchara en las redes, gastar dinero y encuentros ocasionales para desfogar sus necesidades primarias. Ahí, en ese punto, llegaron las apuestas. Era un golpe de adrenalina que no tenía reflejo en los controles antidoping y además había unos chats de futbolistas para decir burradas y que nadie se escandalizase por soltar la más gorda. Después de un par de meses le contactaron por privado. Sí, había mucha pasta de por medio. Además muy poco riesgo, era muy difícil demostrar nada. Pero alguna cosa sale por ahí, tú no te preocupes, los niñatos de siempre le gusta dar el cante. Se engolosinan con tanto dinero y claro, saltan. La cosa es simple, hacemos un fondo, tenemos información, tú pones lo tuyo y te lo llevas. Limpio y sin problemas. Hazte con otro número para hablar de estos temas y evitar rastros para quedarnos tranquilos. Adrián se enredó rápidamente, con tanto tiempo libre era fácil buscar distracciones. Y si eran lucrativas, mejor. Es lo que hay, no me queda mucho de corto. Y entrenadores sobran, además, eso lleva mucho curro, lo sabía de sobra y seguir de trotamundos dando tumbos por provincias de mierda, no era un horizonte muy atractivo. Más pronto que tarde él volvería a la capital. Volvería y con los bolsillos a rebosar que para eso se había sacrificado desde chaval en todos y cada uno de los equipos donde había competido. Había dado el callo, había hecho lo que le pedían y nunca falló. Toda su juventud ahí enterrada y cuando se acabe ¿qué? ¿Qué coño sabe hacer un futbolista de barrio? Pues algo indefinido entre poco y nada. Así que lo dicho, volver a Madrid, repleto de billetes, porque ya se sabe que en esta ciudad si no tienes pasta no eres nadie, está comprobao. La cuestión es pegar el salto, no solo estar en el fondo común y moverse con la información para ir pillando por aquí y por allá. El tema sería hablar con el otro central, el capitán y pegar la campanada sin que se note demasiado. Muchas cuentas contra el duodécimo de la tabla que nunca gana fuera y aún falta jornadas para que no se especule con ninguna movida rara.
Después del entreno, Adrian cerró la puerta de casa y el eco le recordó que sus pisos nunca llegaban a estar amueblados del todo, a veces ni a medias. Que poco cariño, le dijo una vez una empleada del hogar al ver que la mesa del comedor todavía tenía las guardas de cartón en las esquinas. Lo importante era el sofá, la tele, la consola y los altavoces. Y una buena cama donde tirarse si lograba salir del salón a medianoche.
El futbolista no estaba para detenerse en esos detalles. Ahora lo importante era meter bastantes huevos en su cesta y planificar bien la jugada o el error en este caso. Seguramente le pondrían a caer de un burro, pero en el futbol todo pasa rápido, todo se olvida con el siguiente partido. De lo que no se olvidaba Adrián era de Clara, no fue la primera novia, pero sí fue la de verdad y eso no se le iría nunca de adentro. Estaba con otro, por el sur, con una hija creo, e irremediablemente, aquellos tiempos no iban a volver jamás. Por eso, cuando le asaltaban aquellas imágenes y se ponía a mecer esas sensaciones que te llevan a la frustración, procuraba no hacerse daño con viejas fotografías y salía a la calle a despejarse por el barrio.
Aquellos paseos duraban poco, vagar por ahí sin rumbo le hacía sentir fuera de lugar y en cierto modo incapaz de establecer una charla intrascendente con cualquier cara amistosa que surgiese por sorpresa. Finalmente volvía a su soledad doméstica, ribeteada de cables y redes. Un circunloquio perfecto para posponer cualquier sumario ante el espejo. Una llamada a la nevera roja servía para cerrar el círculo con un pasodoble de mandíbula bien lubricado con salsas de colores chillones y cocacola helada. Lo justo para quedarse lento de movimientos y parapléjico en el plano mental. La puntilla llegaba de la mano de un sofrito de motores, chicas de piscinas y munición para enterrar un Hummer. Y eso, a dormitar que mañana es otro día y además de entreno hay sesión de fisio. Cualquier tontería o rutina impuesta sirve de referencia cuando el horizonte no se extiende mucho más allá de la propia nariz. Llegó, como todo lo inevitable y también como todo lo anhelado, con la premura o dilación que le imprime nuestra psique, llegó el día, pero ese sábado la rutina de partido venía cargada de augurios, mejor dicho, venía lastrada de una noche de insomnio que suele teñir las cosas con una mezcla extraña de estado de alerta y percepción irreal de todo lo que ocurre a nuestro alrededor. Nos concentramos a las once en el estadio, saludos, algunos sonoros, alguna colleja a los juveniles, choques de manos, guiños furtivos. Unas pataditas al trote, ducha y a comer. Adrián pensó que el ambiente era el propicio para la tarde, no había a penas expectación, todo estaba hablado con el capi, el goleador y su pareja atrás. No tenía porqué saberlo nadie más, una jugada tonta que no levantaría mucha polvareda y a cobrar. Ellos no se jugaban nada, pero al estar cerca era un desplazamiento cómodo con lo que seguramente vendría gente a animarlos y al menos, aunque fuera improbable (y eso en las apuestas se nota), lo intentarían para no quedar mal y estrenarse a domicilio en la temporada. Todo estaba atado. Ganarían por un gol de diferencia y eso era todo: un sobre para los compis y yo me llevaría el pastel gordo para los socios por fuera. Ellos sabían cómo hacerlo. Sí, se movían bien en este mundo, se notaba. Vivían a lo grande, como los grandes. Ese era su objetivo. Para eso se mojaba, arriesgaba su nombre y su dinero. Él arriesgaría, pero también se llevaba el taco, para qué repetir. Una vez, hacerlo bien y clín clín caja. En el hotel un buffet básico, teléfonos, cubiertos sobre platos vacíos. Largos silencios. Adrián subió el volumen de la tele. Las cabezas se giraron. Al minuto ya se despotricaba a cuenta de alguna cara identificable proponiendo algo en la pantalla. La siesta la hicieron los de estomago agradecido y conciencia tranquila. El vestuario, antes del partido sonaba a velorio, supongo que era el reflejo de la cara del capitán. Ausente. El míster intentó arengar a los chavales, pero tampoco mostró demasiado convencimiento. La temporada también estaba siendo larga para él. Tacos en la baldosa, esparadrapo raído, olor a jabato, algún grito amortiguado. A los cuarenta y cinco minutos ganábamos 1-0. O sea se había ido todo a la mierda. El Fiti la había liao, un golazo. El típico chupón, era lo suyo. Tirado en la punta derecha, yo me lo guiso yo me lo como. Se perfiló para dentro, dos, tres amagos y zurdazo. Ese día le salió, precisamente ese día. A la piña después del gol fueron sus dos colegas y otros dos del juvenil. El resto le extendió el pulgar. La expresión de los cuatro que estaban en el lío al mirarse era una mezcla de miedo e impaciencia. Tranquilos, aun queda medio partido, pero sólo queda medio partido. Calma, dijo Adrián, seguimos así, aguantamos. Ellos lo intentarán, al menos de inicio -pensaba el central- pero son malos de cojones, así les va, no me extraña nada. A ver si me fui a equivocar de partido. Joder no pienses en eso ahora, todo va a salir bien. Fue a junto del capitán y le dijo aguanta de espaldas y cede atrás. Ya buscaré yo el fallo. Ok. Vamos, seguimos así, aguantamos, sin volvernos locos. Buen gol Fiti. Pero cabeza eh, cabeza. Fiti como si lloviera. No hizo falta hablar con los otros, todos sabíamos de sobra lo que había que hacer. Encajar dos y que el veletas de Fitipaldi no volviera a encajarla de nuevo. Y no sería por no intentarlo. A los dos minutos ya volvió a arrancar poniéndoles a Adrián y a los suyos el corazón en la boca. Lo siguiente que ocurrió ya entraba en el guión. Ellos pusieron una intensidad repentina, pierna fuerte, nuestra defensa muy adelantada y en una de estas, bola larga, semifallo del otro central y al cruzarse por detrás, cuando el delantero encaraba, zancadilla tonta con las manos en posición de yo no fui (a lo Sergio Ramos) penalti y expulsión. Creo que la gente pitaba al árbitro para desahogarse, porque no había mucho que objetar. Gol. Silencio. 1-1 y un jugador menos con cuarenta minutos por delante. Juntos ahora. Kepa, cierras tú conmigo aquí. Cerca. Y Fiti, ayuda tú en el medio que va a entrar el chaval por este lado. La cara de este último estaba muy lejos del compromiso. Levantó la ceja y se miró la punta de la bota mientras la clavaba en el césped. Los doscientos tíos de la afición visitante parecieron despertar de su letargo cervecero. Era un buen augurio para sus intereses. El balón pasaba más tiempo sobre las cabezas que rodando por el pasto. Y pese a regalarles la posesión, no se notaba la superioridad numérica. Lo dicho, qué malos eran. Kepa salimos, joder. Te estás quedando, la línea. No se podía dilatar más. Un error faltando minutos es más llamativo. Hay más tensión, más ojos sobre todas las acciones. Ahora, sí. Me dejo ganar en velocidad, como si me diera un tirón. Se va a la portería e inexplicablemente falla. Ya no sé si fue un fallo o un tema de reflejos del portero, pero su 9 me echa una mirada retadora fijándose en la pierna de la que me quejaba. No había tiempo para quejas, el reloj apremiaba, ahora o nunca, córner, nuestra gente silba, suena el golpeo, la pelota sube y me cuelgo del delantero para saltar. Cuando intenta zafarse, le tiro de la camiseta probando el límite de su elasticidad. Penalti. Lo tira el mismo de antes. Silbidos. Gritos apagados. Silencio. Lo tenemos, pero tan cerca. A ver si… el portero…el poste… Coge carrerilla, abre el interior y lo pone a medio metro del poste, con toda la intención pero por fuera. Adrián no se lo puede creer, casi maldice mientras la gente lo celebra. El delantero se queda de rodillas, parece abatido. Él se acerca, lo intenta levantar para seguir jugando. Cuando ve su cara lo entiende todo, incluso lo malos que eran. Alguien apostó por él como goleador único en la segunda parte y ahora, aquella gente, no necesitaba más. Para qué tomar más riesgos. Parecían ir sobre seguro.




