Sintra

Desde hace días la sierra se guarda del mundo oculta por nubes densas

nubes que sueñan con ser sedentarias, como si desearan que el viento las olvidara aquí.

En este lugar la niebla no abraza los árboles sino que es la fronda la que,

en un escorzo más animal que vegetal, se arropa con los girones de vapor

seduciendo al ojo y su capacidad de discernir luces y planos.

 

El misterio parece haber encontrado en este espacio su escenario ideal,

seguramente eso también pensaron nuestros ancestros cuando sembraron la montaña

de historia, de símbolos, de torres inusitadas, de caprichos orientales,

de óleos y versos iluminados por la perplejidad y la fantasía.

 

Desde la cima del Monte de la Luna, Dionisos dejo caer sus dados ladera abajo

en forma de casonas coloniales, palacios inéditos, mansiones extravagantes.

Un catálogo arquitectónico deslumbrante en su raíz onírica,

difícil de asimilar en su delicadeza y adecuación en un solo golpe

(ahora entiendo a las nubes y su empecinamiento en el arraigo).

 

Esa penúltima visita terminó con una revelación tan sencilla como prodigiosa,

la atmósfera levantó su capota de modo inesperado mientras nos alejábamos arrastrando los pies.

El cielo se diluyó en tonos suaves, extrañamente familiares en ese momento;

sí, esos colores eran los mismos que los de las casas de la sierra,

como si hubiesen registrado aquella paleta celeste en sus paredes

incendiando una vez más en esta tierra la linde entre lo divino y lo humano.

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