Las seis de la tarde
Escombrera
Las seis de la tarde. Todo era silencio entre los congregados para despedir al difunto
A Caco
Las seis de la tarde. Todo era silencio entre los congregados para despedir al difunto, el atrio viejo, sus amigos viejos. La piedra viejísima comida por los grises de mil inviernos.
Las seis y media, más silencio, hasta que como una gran semilla recién lavada el féretro salió del coche y cuatro hombres midieron su peso sin demasiada ceremonia. Miradas al suelo, ahora sí suenan los pasos sobre las losas y aquel mutismo casi insoportable finaliza con la voz del sacerdote y su prosodia confortando el pecho recogido de la parroquia.
Vuelve a moverse la caja, esta vez la intemperie le otorga un brillo más oscuro abriendo camino hacia el camposanto. Algún llanto reprimido, algún hombro como refugio, el ritmo bajo es un ejercicio de contención para los jóvenes, un paseo demorado para la familia.
Se crea un semicírculo cerrado, algunos prefieren no mirar mientras desaparece el ataúd dentro del nicho. Nadie sin embargo puede evitar escuchar los golpes de la maza. Dos, tres, cuatro. Una vecina mira a la viuda, cualquier comentario sonaría absurdo a no ser que lo haga esta última. Dice algo del bolso y la gente lo toma como una señal para empezar a hablar, a recordar, a reír tímidamente, a percatarse frente a la muerte de cuánto nos necesitamos para desconvocar su sombra.
