El pelirrojo

Abelardo tiene trece años. La contextura normal de un niño de su edad.  Su cabeza está coronada por una cabellera rojiza que se ensortija endiabladamente. Cuando se moja parece un amasijo de virutas de cobre.  Al salir de la ducha le gusta ver ese efecto en el espejo, aunque quizá le gustaría más verlo en la cabeza de otro que en la propia.  Un pelo así llama demasiado la atención y a Abel (el -ardo lo suprime por defecto en sus presentaciones) le disgusta ser el centro de las miradas por un motivo que él no ha elegido.  Su rostro está salpicado desde las orejas a los labios, desde la frente hasta la barbilla, por una miríada de pecas que se encienden o apagan según el sol, la estación, la hora del día o el estado de ánimo de su propietario.  Cuando estas pecas cargan su tinta se produce un efecto extraño en su cara ya que parece que sus facciones desaparecen tras esa mascara puntillísta.  Sus ojos, de un verde gastado, permanecen en su sitio mientras inmóvil satisface la curiosidad ajena por los antojos de la naturaleza.

A Abelardo le cuesta ir al colegio cada día.  Es un gran esfuerzo, una tensión ponerse en juego cada mañana y tener que buscar su espacio  entre tantos niños, tanta respuesta inmediata y certera para no verse señalado como el pusilánime del grupo (aparte de pelirrojo claro).  La inocencia se penaliza, así que intenta no parecer sorprendido por nada y asume con normalidad la crueldad y el gregarismo.  Ese estado de alerta permanente le cansa. Cada día, además de eso, hay que aprender un montón de cosas de diferentes materias y ahí  también uno tiene que estar vivo. A ver si aparte de tener un pelo raro y parecer pusilánime va a ser que es medio tonto, por lo tanto hay que ponerse en marcha jornada a jornada y construir una imagen de Abel con la que plantarse frente al mundo.  Qué pereza. Cada día. Desde este curso tiene un amigo argentino, le gusta su manera de hablar y su gallardía para defenderse del desprecio ajeno por su origen.  Cuando están solos le llama colorado y para ser sinceros es la única persona en el colegio con la que su estómago se relaja.  Abel no tiene hermanos, algunos primos, pero tampoco los ve demasiado, son un poco más mayores y no le hacen mucho caso.  A veces en Navidad se interesaban por sus regalos, pero eso fue hace años, ahora ya se creen grandes.

Su madre siempre le ha cuidado muy bien, hasta que la abuela se puso enferma y tuvo que empezar a hacer las cosas solito, fue difícil.  Un día quemó un cazo de la leche, pero no le riñeron demasiado. Supongo que todo el mundo se equivoca cuando está aprendiendo algo.

El papa del pelirrojo vive en otra casa, a veces con otras mujeres.  El va allí a dormir de vez en cuando.  Tiene una habitación muy bonita que algunos días tiene olor a cerrado y otros aparece con muchas cajas con precintos de Amazon.  Cuando está en esa casa no se suele cocinar mucho. Suelen ir por ahí a comer las cosas que le gustan a Abel.  Su padre siempre parece tener prisa, como si quisiera empujar la jornada y tramitar rápido sus momentos para pasar al siguiente y doblarle la página al día urgentemente con un beso lento en la frente de su hijo.  Supongo que esa lentitud se debe a la distensión del deber tutelar cumplido o quizá a los remordimientos por esa ansiedad inexplicable.

El colorado no sabe muy bien qué quiere ser de mayor.  Eso a veces le agobia, porque sus amigos quieren ser yutubers o gueimers, pero a él los juegos no se le dan demasiado bien y tampoco le apasiona la idea de poner su cara y su pelo todo el día frente a una pantalla diciendo chorradas.  El ya se va dando cuenta.  No es un chico gracioso, le gusta reírse, sí, como a todo el mundo, pero que los chistes los hagan otros.  A veces se le ocurre alguno, pero le da miedo que no se ría nadie  y digan buhhh que malo.  A él lo que le gusta de verdad es la magia, supongo que porque se ha leído todos los libros de Harry Potter un par de veces y porque no hace falta hablar demasiado en general (un poco sí para distraer).  El secreto está en las manos, en el engaño, velar y desvelar.  Aunque a él lo que le pirra de todo esto es el ohhhh del público, la sorpresa, el  cómo lo hizo y también, por qué no decirlo, que la gente se acerque a él y le pregunte por sus trucos, sobre todo alguna chica en particular.  Ya ha recreado esa escena en su mente mil veces, tantas que ya le empieza a molestar un poco no saber a ciencia cierta si lo llevará a cabo alguna vez o si las cosas saldrían como a él le gustaría.

A Abelardo le gusta el futbol, le atrae el caos de meterse en la cancha con la mayoría de la clase y que el balón bote y rebote por entre las canillas y los tobillos de los chicos hasta que hace algo impensable para el propio balón y se cuela en la portería.  A todo el mundo le hace gracia que Martina entre a jugar (no se trata de que sea una chica, hay otras que también se meten en el fregao) porque se calienta y da unas patadas terribles y si en lugar del balón coge alguna tibia, las risas se multiplican  y ella se acerca para disculparse con mucha dulzura y sinceridad, fue sin querer, suele ser cierto, como lo es su apodo -la segadora-.  Un día cuando el profe nos dijo el título del himno de Cataluña todo el mundo se giró hacia ella, “ahora entendés porqué es hincha del Barcelona”, le dijo su amigo sudamericano con la malicia en las cejas de quien ha descubierto un secreto.  Martina no hizo caso de las carcajadas, ella ama el juego  y suda más en un rato de recreo que en toda la hora de gimnasia.  Sabe lo que le gusta y le importan un pepino los figuritas de la clase, que dicen que no sabe jugar.  Abel tampoco es que sea Maradona, pero lo que no le agrada es ese rollo que llevan los del equipo del cole, sólo sirven los hábiles o si no, estás en el grupo del patadón parriba y a correr, con lo cual no sirves para jugar “de verdad”.  Se lo toman tan en serio que solo juegan cinco para cada equipo, lo cual para el pelirrojo es como llevar poca gente a un cumpleaños, incomprensible. Como las cosas que ve en el libro de los records cuando se aburre en la biblioteca, son tan fuera del mundo que conoce que termina fascinado: gente tan grande, tan pequeña, tan obsesivamente coleccionista, o tan cochina como para no cortarse las uñas en su vida.  A veces se va a las estanterías a revisar si hay novedades en las ediciones sucesivas, pero esa tarea se le olvida rápidamente embebido en unas fotos muy llamativas de cosas o personas inverosímiles.

Al pelirrojo le encantaría ser más alto. Crecer rápido lo que tenga que crecer por su genética, pero pronto.  Sus motivos no son sacudirse un posible complejo de enano en clase (no llega a la media pero por poquito), ni siquiera descollar en la comparación de cada navidad con sus primos.  El impulso por el que necesita espigarse tiene una raíz más atípica, o para ser más específicos,  es una cuestión personal.  Abel, la mayoría de las noches se acerca a un cajón especial dentro de sus recuerdos, lo abre con mimo y mucha delectación y reconstruye mentalmente la escena en la que él entra en la frutería de doña Hortensia y va depositando las bolsas de fruta mientras ella las recoge y las pesa, pasándolas por delante de sus enormes tetas.  Todas las frutas son más pequeñas que las mamas de la frutera, solo las sandías podrían estar en un rango competitivo, aunque al final dudo que alguna llegara a superar tanto en volumen como en perímetro a esos dos fenómenos de la naturaleza. Pero no se confundan, Abel no quiere ser más alto para otear desde una mejor perspectiva las ubres de doña Hortensia y su canalillo abisal en la mitad de ese balcón femenino.  Su altura está bien para tenerla de frente y hablar de tú a tú con esos pezones mientras no sabe muy bien lo que dice su dueña.  No.  El quiere ser más alto para poder examinar bien las formidables posaderas de la señora, siempre bien guarnecidas por la altura del mostrador.  Un día hace semanas, gloriosa mañana de sábado, salió de su zona habitual para saludar a un recién nacido que apareció por allí y el colorado hizo honor a su nombre, al ver dentro de unos leggins y justo debajo de una lazada del mandil que parecía acotar la zona, un culo fabuloso, tanto en sus proporciones como en su perfilado. El elastano es un avance humano que aún no hemos valorado en su justa medida.  Así que el chaval pasa sus desvelos en ese afán que a veces parece dominarlo inexplicablemente.  Un día exaltado por una de esas noches de solazamiento, estuvo a punto de soltárselo a su colega argentino, pero al final se tragó la historia con la sensación de haber rozado el peldaño de una escalera que no tiene vuelta atrás.  Ya le ocurrió una vez hace un par de años en la academia de inglés, le soltó a un compañero que su abuelo hacía quesos en el pueblo y estuvieron una temporada llamándole pastor, tetillas o simplemente paleto.  Parece que hay que pensar dos veces lo que se dice o a quién se lo dices.  Abel un tiempo atrás se lo contaba todo a mamá, pero últimamente ya no le resulta tan fácil.  Le da la sensación de que eso era antes… supongo que las cosas, o él, o los demás, o todo, ha cambiado.  No sabe cómo ni cuándo, pero está seguro de ello.  A su madre también le resultan extraños estos cambios en él pero encuentra mucho desahogo compartiendo esos síntomas con otras señoras en la misma situación.  Su papa, creo que no se da mucha cuenta, quizá no lo dice, en realidad no dice muchas cosas.  Me refiero a esas en las que piensas cuando estás solo.

Al colorado le encanta consultar el calendario (después de esa lista de nombres tan raros debajo de los números le da gusto no llamarse así) por eso después de Navidad espera como un regalo más la llegada de un almanaque a casa para poder estudiarlo con un placer muy particular que resulta curioso para su familia.  Repasa dónde caen los festivos, cómo cuadran los puentes, cómo serán las semanas hacia el fin de año escolar.  Valorar una posible fecha para terminar el curso y por lo tanto, las fiestas de la semana anterior. Cuadrar las navidades, el puente de Diciembre, las vacaciones de Semana Santa en la que su papá lo lleva junto a sus abuelos a ese pueblo donde todo parece estar roto o arrugado.  Pero sobre todo le interesa mucho cuando cae el día de su cumpleaños, analiza bien qué día cae, si coincide en día de clase o fin de semana.  Su preferencia es el viernes, así le pueden felicitar en el cole por la mañana y el mismo día organizar su fiesta por la tarde.  Le gusta que vaya mucha gente a compartir con él ese día.  El anterior escuchó a sus tías decir que esa manía del calendario y de su cumpleaños era algo que se debía a que era hijo único y claro…ya sabes, los niños intentan cubrir esas carencias.  Abel no comprendía muy bien lo de las carencias, pero perfectamente lo de la falta de un hermano.  Ya se lo habían soltado sus primos en alguna disputa por alguna chorrada, pero era cierto, ese día, el día de su aniversario personal le agradaba estar rodeado de la gente importante, de las personas en las que piensas todo el año aunque no los veas habitualmente.  Lo que cuenta es que están ahí, ese día, en las fotos, en la memoria de su cuerpo cuando le abrazaron, cuando le dieron su regalo, cuanto cantaron con ganas antes de soplar las velas.  Este año la verdad, es que le da un poco de temor, en clase se han empezado a formar pandillas y al pelirrojo no le gusta esa sensación de rivalidad, exclusión y jerarquías.  Le preocupa que eso influya en que algunos no quieran ir  porque van otros y se chafe un poco el ambiente.  Se consuela pensando que “los suyos” estarán a su lado, que no le pueden fallar.  Al colorao le gustarían dos cumpleaños en el calendario porque así no habría tanto tiempo entre los recuerdos del anterior y la ilusión del próximo, estaría guay.  Como volver a escuchar la dulzura en la boca del abuelo, qué le vamos a hacer hay cosas que no pueden ser y otras que no se esperan pero vienen sin preguntar.

La mayoría empezaron a hablar de los chinos, de una gripe rara, se reían, acababa de comenzar 2020. El tenía su almanaque nuevo, con sus señales perfectamente destacadas entre los rebaños de números en los que se agrupan los meses.  De repente todo el mundo encerrado en casa, asustados.  De repente las semanas se sucedían idénticas, demasiado.  De repente sus pecas quedaron escondidas tras una máscara y tenía que imaginarse la boca de Gastón  mientras se reía, quizá tuviera los dientes más grandes, había que intentar no tocar las cosas, sobre todo a los demás. Cerraron los parques, la policía se dedicaba a intentar que la gente no se juntara en las calles.  Los ojos multiplicaban su elocuencia.  A veces parecían gritar.  Todo se volvió extraño, se acabó el futbol.  En las noticias hablaban de doblegar la curva, de oleadas, de números.  A Abel le daba igual todo eso, el sabía que aquel dígito, el que más resaltaba en el calendario y que marcaba su fiesta no tenía mucho sentido a medida que se acercaba y no sabía si volvería a tenerlo. Mamá escribía todo el rato en su teléfono, veía muchas series.  Papá estaba cabreado sin razón aparente.  Sus primos chillaban por los auriculares del ordenador.  Empezó a haber demasiado silencio, demasiado ruido intentando no escuchar el silencio.  Y el silencio no es bueno, se piensa mucho.  El pelirrojo imaginaba su cumpleaños y no podía evitar sentirse raro y en el fono un poco triste.  De algún modo en su cuarto muchas tardes sentía que todo aquello era una manera muy fea de hacerse mayor. Su mente buscó la imagen del prestidigitador como suya, no le hacía falta un cumpleaños para seguir soñando con la magia.

Comentarios (4)

  1. Isma dice:

    Me gusta el texto. Me trae recuerdos

    1. Memorias comunes, recuerdos singulares…
      Gracias de nuevo Isma! Un abrazo

  2. trapa dice:

    Está muy bien, pelirrojos somos todos.
    Un abrazo.

    1. La Huella dice:

      Gracias Trapa!!. Sí, diferencias que nos igualan.
      Un abrazo

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